Cuatro estaciones

La probabilidad de que seas tú quien dé el primer paso es de una en un par de millones. Es una ilusión pensar que la muchacha bonita en el asiento frente al mío en el tren vaya a tomar la iniciativa y hablarme. Peor aún es pensar que existe alguna posibilidad de que me encuentre atractivo.

Quizás si la miro, si consigo que nuestros ojos se encuentren una que otra vez, entienda la indirecta. Después de todo, ese es el lenguaje de las mujeres: las indirectas. Tal vez, entonces, me lea la mente, vea lo intrigado que me tiene, sonría y decida cambiarse de asiento; decida dar el primer paso hacia descubrir que la timidez se me va cuando me siento cómodo. Puedo ser divertido si me conoces; a veces hasta interesante, si te esfuerzas. Por supuesto, no vas a recibir mis señales si ni siquiera me has mirado…

Faltan cuatro estaciones para la última parada. Cuatro estaciones que me quedan para asumir valentía y hablarte–asumiendo que no te vas a bajar antes de tiempo. Rayos, espero que no.

En la primera estación, me di cuenta de lo hermoso que es tu pelo rojizo, y que, combinado con tu cárdigan color esmeralda, pareces un adornito de Navidad. Sí, sí… es raro este tipo de analogía, lo sé, pero es lo primero que me viene a la cabeza. Hasta su textura–como tejida a mano por tu abuelita, (aunque es más probable que la hayas comprado en una de esas megatiendas que están de moda ahora)– me recuerda al frío placentero del invierno. Te imagino como una persona que pasa las navidades en el campo. (Tienes cara de chica de ciudad, pero también un no sé qué que me dice que tu familia viene del campo). Ya te veo acercándote a la mesa donde está la comida, quitándole la tapa de papel de aluminio al arroz con gandules y sirviéndote dos cucharones, acompañados con una doble porción de lechón. Todo esto mientras los vecinos en la fiesta se preguntan: ¿Cómo rayos come tanto y se mantiene tan flaca? Y me imagino yo, a tu lado, preguntándome lo mismo, tratando de descifrar el misterio. No el de cómo mantienes tu cuerpo después de una dieta navideña intensa, sino el de qué te fascina, qué requisitos tengo que cumplir para hacerte feliz. ¿Qué cosas te hacen pensar, qué te inquieta, qué te intriga…? Tantas cosas que me gustaría saber de ti. Por cierto, ahí desde tu asiento opuesto al mío, no me dices nada.

El conductor del tren anuncia que nos acercamos a la próxima parada y enseguida despierto de mi pequeña fantasía. El tiempo corre y no estoy listo. Solo se me ocurre pedirle al cielo que no te bajes aquí. Necesito más tiempo.

Me preocupa que no puedo dejar de mirarte. El tren se detiene poco a poco en la segunda estación y no te he soltado de mi vista. Debería mirar hacia otro lado, pero no puedo, y me avergüenzo de mí mismo por sentir temor de perder a alguien que ni conozco, alguien que no me ha dirigido ni la mirada. Ya me daba cuenta de lo incómodo que sería si levantaras la vista y te encontraras con mi mirada acosadora, pero no me diste tiempo de desviar la vista. Nuestros ojos se encontraron por primera vez. Las mariposas en mi estómago sintieron mariposas en sus estómagos, y me obligué a bajar la vista y fingir que escribía un mensaje en el celular. Me imagino que sabes que te he estado mirando todo este tiempo, y me siento como la persona más estúpida en este vagón; en todo el tren, probablemente.

Las puertas se abren, gente sale y gente entra, y yo sigo escribiéndole a nadie, con la mirada fija en el celular. No me atrevo ni a invitarte a mi visión periférica. «Precaución, cerrando puertas,» anuncian las bocinas, y no es hasta que oigo que se cierran por completo que me atrevo a alzar la vista. Sigues aquí, veo tus zapatos. Nervioso, muevo mi vista hasta tu rostro y nuevamente nos encontramos. Esta vez sonreíste. Me sonreíste. Te sonrío enseñando la menor dentadura posible–todo lo contrario a ti. El tren continúa su marcha y me doy cuenta de que solo tengo dos paradas más. En ese momento me percato de las personas que entraron al tren. Entre ellas había un viejo con varios ramos de rosas, que iba de asiento en asiento ofreciendo su mercancía. Por alguna razón la sonrisa sigue en mi rostro. Una alegría inexplicable florece en mi corazón como las rosas que vende el don. Quiero comprarle una, ir donde ti con ella en mano y hablarte, pero no. O sí, pero sin la rosa. Eso sería muy raro.
Muy bien, decidido. Me voy a presentar (sin la rosa).
Ya mismo.

No es hasta que llegamos a la tercera estación que me percato de que no he hecho nada desde la última parada hasta acá, embobado por el regalo de tu sonrisa y traído de vuelta a la realidad por el sonido de las puertas al abrirse. Aún no me he atrevido a hablarte. Veo que el viejo de las rosas se bajó para abordar el tren al otro lado de la plataforma, probablemente porque allá hay más gente.

Volteo a tu asiento y sigues ahí, tan impresionante como hace unas cuantas estaciones atrás, con tu pelo candente como el sol y tus pecas como arena al pie del mar de tus ojos. Y mi determinación, como las olas, viene y va. En momentos creo que estoy decidido en llegar a ti y sonreírte, extender mi mano y revelarte mi nombre, y de paso conocer el tuyo, pero ese ímpetu se desvanece como la espuma.

Solo queda una estación y ya no tengo la falsa confianza que siente uno cuando deja algo para última hora. No sé cómo el yo del pasado–de dos estaciones atrás–confió en el yo de dos estaciones adelante para que tomara acción. Ahora siento más temor que nunca.

El tren emprende su marcha hacia la última estación. Es ahora o nunca. (Pienso en todas las veces en que tuve estas dos opciones y escogí la segunda.) No puedo darme el lujo de un arrepentimiento más. Lo voy a hacer.

Alzo mi rostro y te miro, pero solo hasta que me percato de que también me miras. Aparto la vista hacia el mapa que está al lado de la ventana y, cuando siento que estoy a salvo, te vuelvo a mirar. Ahora veo que haces rápido inventario de tus cosas, preparándote para salir cuando el tren se detenga, y te imito. Nuestro tren entra al túnel hacia la última estación, donde sé por experiencia el tiempo que toma desde la entrada del túnel hasta que se detiene: unos doce segundos, lo que significa que me quedan menos de diez.

Nueve. Ocho.
Me levanto de mi asiento y ya estás de pie.
Cinco. Cuatro. El tren ya redujo su velocidad casi por completo.
Dos. Uno. Ya estás frente a las puertas cuando se abren, y yo a unos pasos detrás. Esta es mi última oportunidad y siento más nervios que nunca.
Cero.

Sales del tren e inmediatamente te diriges a la derecha. Mi resolución de hablarte es como una hoja caduca a punto de desprenderse de su árbol, mis nervios como brisa de otoño. Salgo y me volteo hacia la izquierda, caminando hacia la salida opuesta y aceptando que no me atreveré a acercarme a ti. Con cada paso que doy me alejo más, te pierdo más. El tren que desbordamos juntos siguió hacia adelante y ya nada nos une. No quiero mirar atrás. No me consideré lo suficientemente valiente para acercarme. ¿Y si me rechazabas? Pensándolo mejor, no importa; el no hacer el acercamiento fue un rechazo automático. Tonto que soy, ya es muy tarde para epifanías. O quizás no.

Me toma más energía de lo usual voltearme hacia donde estás. Aunque estás lejos, todavía te veo.

FIN

 

Publicado originalmente en El Nuevo Día.